El momento político en Catalunya (II)

21.01.2016 20:09

 

Utilizando la terminología propia del boxeo, la campana salvó la legislatura autonómica catalana a punto de terminar antes de haber empezado, ya que en el postrer momento y cuando prácticamente nadie creía en él, los dos grupos independentistas con representación en el Parlamento catalán, llegaron a un acuerdo para nombrar como presidente del ejecutivo a un miembro de la lista más votada, miembro cuyo nombre no figuraba en las quinielas de posibles sustitutos al que había de ser el auténtico candidato: el presidente en funciones Artur Mas.

Todos los calificativos peyorativos se utilizaron por los rivales políticos de la lista unitaria independentista –Junts pel Si– para criticar el hecho de que fuera no el primero, sino el tercer integrante de la lista electoral, el candidato a la presidencia del gobierno: ridículo, esperpéntico, cobarde, fraudulento, antidemocrático, fueron los epítetos más suaves que emplearon. Todos ellos han quedado en piropos cuando por sorpresa se presentó, en ese último referido momento, como candidato a la presidencia a quien figuraba también con el número tres, pero no en la candidatura por Barcelona, la capital catalana, sino en la tercera en importancia poblacional de las cuatro demarcaciones electorales existentes.

 

El afortunado (¿?) y sorprendente candidato, no era otro que Carles Puigdemont, alcalde de Girona, onceava ciudad catalana en número de habitantes, la primera que sigue a las diez que superan los 100.000 habitantes.

Foto de https://files.aquadiver.com/

 

Puigdemont fue elegido gracias a ese pacto de última hora entre los dos grupos independentistas, grupos de perfil social muy distinto, grupos que únicamente tienen en común –no es poco– el afán de romper con el estado español, consiguiendo así la independencia.

 

Puigdemont tiene ante sí un reto ciclópeo: ser fiel a la “hoja de ruta trazada” para conseguir la independencia en un plazo de dieciocho meses. Cuenta con el apoyo de esos dos grupos, de los casi dos millones de votantes que los apoyaron (de un censo total de 5.510.000 electores), y cuenta con la oposición nada más ni nada menos, que del estado español. El bloqueo del funcionamiento de las instituciones gubernamental y legislativa por excelencia –el Gobierno y el Parlamento– están aseguradas: el gobierno estatal es quien controla la capacidad financiera de las instituciones catalanas y el mismo gobierno tiene en sus manos el fácil ejercicio del derecho de recurrir todas las resoluciones del Parlamento catalán al Tribunal Constitucional, siempre fiel al principio de legalidad constitucional, que ante todo protege la indisoluble unidad de la nación española (artículo 2 de la Constitución). Por si esa oposición no fuera bastante, el gobierno estatal tiene el poder absoluto sobre las fuerzas armadas, las que según el artículo 8 de la Constitución tienen como misión defender la integridad territorial y el ordenamiento constitucional.

El margen de un gobierno, el catalán, que pretende romper con el ordenamiento legal español –porque únicamente haciéndolo puede conseguir su objetivo supremo: la independencia de Catalunya–, es mínimo por no decir que inexistente. Sabido es que toda revolución victoriosa ha comportado el quebrantamiento legal, pero el reto al que se enfrenta el gobierno catalán aparece como inasumible: Catalunya no dispone de fuerzas armadas, y es impensable que en el seno de las españolas se pueda presumir que ninguna unidad pudiera romper el deber de obediencia al ordenamiento constitucional español, con lo cual esa pretendida revolución catalana tiene nulas posibilidades –aparentemente– de prosperar. Cierto es que entre los catalanes que anhelan la independencia, y por tanto apoyan el objetivo último del gobierno, es mayoritaria la opinión de que “Europa” no toleraría una acción militar interna en uno de sus estados miembros y que la propia “Europa” no aceptaría que se imposibilitase la escisión de Catalunya si ésta se hiciera siguiendo ese proyecto ordenado y pacífico que hasta ahora ha guiado el movimiento secesionista. Pero fuera de Catalunya y entre los “unionistas” catalanes es mayoritario el sentir que la propia “Europa” no aceptaría la fractura de uno de sus miembros.

 

El momento político catalán se plantea pues apasionante, incierto e imprevisible, siéndolo especialmente debido a la interinidad del actual gobierno estatal. Tras las elecciones españolas, el fraccionamiento de la cámara legislativa por excelencia, el Congreso de los Diputados, augura una muy difícil gobernación. El partido mayoritario, el mismo que hasta ahora ha estado gobernando con mayoría absoluta, ya no goza de este status privilegiado, y para gobernar necesita apoyos que difícilmente parece pueda obtener. La alternativa a un gobierno más o menos continuista, se plantea gire en torno al partido socialista, partido que al igual que su acérrimo opositor conservador, ni se plantea la posibilidad de someter a consulta la posible independencia catalana, con lo que el callejón sin salida en el que Catalunya se ha situado parece un autèntico “cul de sac”. Mientras, el gobierno catalán está intentando gobernar “el día a día” afrontando la gestión de las parcelas gubernamentales sobre las que tiene competencia, al tiempo que proyectando la mejor, más rápida y menos traumática manera de romper con el estado.

 

¿Y el pueblo? ¡El pueblo a la suya! El pueblo vive, disfruta, se lamenta y muere a pesar de sus gobernantes. Dicen que hace años en Italia se repetía “el país funciona, a pesar del gobierno”; en Catalunya y en España puede hoy decirse que “Catalunya y España van mal, con o sin gobierno”.

 

Termino la colaboración epistolar con la misma sorna que terminé la anterior, con la frase de aquel socarrón ateo que al ser preguntado cómo iba a terminar una conflictiva situación, respondía “dios dirá…”,  hago mía la frase y así respondo cuando soy preguntado –y lo soy a menudo– sobre cómo terminará el conflicto, porque auténtico conflicto está hoy en día suscitado en la política catalana, y de resultas, en la española.

 

Josep Niubò i Claveria

Barcelona, 21 de enero de 2016   

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